EL DERECHO EDUCATIVO DE LOS PUEBLOS ORIGINARIOS

I.- HISTORIA

La antropología jurídica,  entendida ésta como una disciplina que busca incidir en la visión humanística y cultural del derecho y en la comunidad, nos lleva a realizar este análisis.

El derecho positivo, desde su perspectiva tradicionalmente monista, es cada vez más impugnado tanto en su concepción teórica como en sus efectos concretos.

La «sociedad primitiva», según Maine, no era una «colección de individuos» sino «un agregado de familias» cuyos conflictos eran solucionados por los «patriarcas» («cabezas de familia»), los que tomaban una decisión ad hoc para cada caso que se les presentaba, según la idea «que respiraba en su mente en el momento de adjudicarla» (Maine, 1980: 80). No existían normas fijas, ni tampoco se hacía referencia al contenido de otras decisiones, cada caso era nuevo.

 El ser humano no se encontraba bajo un sistema de derecho, sino bajo un «despotismo patriarcal» manifestado en sentencias, que podían resultar hasta caprichosas y arbitrarias, en algunos casos.

El derecho, dentro de la lógica de Maine, no era un ejercicio consciente de la voluntad de un legislador, sino simplemente un hábito capaz de convertirse en costumbre. No habían leyes que pudieran haber sido violadas, sino simplemente sentencias que se anunciaban según cada caso, por primera vez y tal cual como eran configuradas en la mente de los patriarcas o monarcas por mandato de un poder superior.

Al debilitarse el carácter sagrado del monarca, la aristocracia y la oligarquía se convierten en depositarias y administradoras de la ley.

Antes de la invención de la escritura, la autenticidad del patrimonio jurídico estaba asegurada gracias a que una porción limitada de individuos guardaba, en su memoria, las costumbres de su grupo. La ley, conocida exclusivamente por una minoría privilegiada, ya sea una casta, una aristocracia o un grupo sacerdotal, constituía el verdadero derecho consuetudinario.

Es decir, el derecho consuetudinario fue durante una época custodiado por los nobles.

Puede considerarse como una definición clásica del derecho consuetudinario a aquélla que lo coloca al margen de la escritura, que nace de actos de naturaleza jurídica a lo largo del tiempo y con un consentimiento tácito que le confiere fuerza de ley; o, también, a aquella otra que le adscribe las normas legales tradicionales no codificadas o escritas, y distintas a las del derecho positivo.

Las normas y prácticas deben ser reconocidas como obligatorias por la comunidad,  que hayan sido practicadas por generaciones y  que su legitimidad, reconocimiento social surja del hecho que la comunidad las acepte consensualmente como parte de un mecanismo válido y culturalmente apropiado.

Es necesario entender el significado que tiene el derecho en general como poder, creencia, ideología y sistema cultural.

El derecho vigente como derecho positivo no es algo natural, sino algo construido, con ventajas para algunos, y a costa de otros, puede ser utilizado por los grupos para imponer sus creencia, ideológicas, políticas etc. por quienes controlan el poder.

Con respecto a lo normativo, el derecho positivo y el derecho consuetudinario, ambos, deben ser entendidos dentro de esa relación dinámica y asimétrica.

En el proceso de la expansión colonial, cuya intensificación en el mundo acontece desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, resultó indispensable contar con una teoría que, a partir de una concepción evolucionista y etnocéntrica, ayudara a justificar sus efectos, que desde el punto de vista demográfico fueron devastadores.

De algún modo, en Latinoamérica,  la administración colonial tenía que dar cuenta del exterminio físico de la población por las guerras que emprendía; de la destrucción ecológica del medio ambiente que producían las diversas actividades económicas que desarrollaba; de las enfermedades y epidemias que ocasionaba el trabajo forzado que imponía sobre los «otros grupos humanos», principalmente los indígenas.

En el período de expansión colonial, los países hegemónicos crearon, con una justificación revestida de cientificismo, un modelo que separaba física y legalmente a los indígenas de los blancos, calificándolos a los primeros de inferiores y, por tal motivo, susceptibles al tutelaje de los segundos.

En Latinoamérica, las autoridades indígenas fueron respetadas en la medida que contribuían a organizar el trabajo, el tributo y la evangelización que imponía la administración colonial; entre las pocas prerrogativas que tenían estaba la de administrar justicia en tanto y en cuanto los casos fuesen menores; los otros, los casos mayores o graves, estaban reservados para los juzgados de la administración colonial.

Una vez producida la desintegración colonial, las autoridades de las nuevas naciones (postcoloniales) se fijaron el propósito de alcanzar para sus respectivas jurisdicciones una conformación culturalmente homogénea, a través de la integración demográfica, y lo intentaron, teniendo como modelo todo «lo europeo»: desde sus costumbres hasta sus leyes.

Una de las estrategias utilizadas por las autoridades de las nuevas naciones para la asimilación de los sectores nativos continuó siendo el tutelaje3, en cuanto a lo que significa como representación del incapacitado.

El modelo segregacionista colonial fue reemplazado por una política de exclusión de la población indígena del proyecto de nación.


Esta situación se hizo extensiva al Derecho Educativo, nunca fue considerado, y fueron excluidos los pueblos originarios de la educación estatal, no reconociendo el valor de su derecho natural a la educación.



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