El multiculturalismo, la reforma del Estado y los derechos indígenas
El inicio del nuevo
milenio se acompañó de importantes transformaciones en los imaginarios del
Estado y la nación en América Latina, que apuntan a reconocer la diversidad
cultural, la pluralidad jurídica y particularmente los derechos colectivos de
los pueblos indígenas.
En América Latina
han sido los pueblos indígenas los principales actores de dichos procesos,
quienes apelan al reconocimiento de sus derechos históricos como pueblos originarios,
y particularmente su derecho a la libre determinación y la autonomía,
apoyándose en una nueva legislación internacional (Convenio 169 OIT (1991),
Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas
(2007)).
En el momento
actual los pueblos indígenas se ven presionados a defender sus derechos
colectivos en nuevos contextos de globalización y subordinación nacional.
En general se trata
de reformas que se sitúan en los marcos de un "pluralismo jurídico
aditivo" en donde los sistemas jurídicos indígenas son considerados auxiliares
a la jurisdicción estatal, con pocos márgenes para ejercer una real autonomía.
Prevalecen las
ideologías que acotan el ejercicio del derecho indígena a lo considerado
aceptable por la ley nacional y al marco definido por los derechos humanos y la
Constitución.
Las modalidades del
reconocimiento en las legislaciones estatales son diversas, pero se enmarcan en
un pluralismo jurídico aditivo y subordinado que reconoce a las justicias
indígenas como justicias alternativas y de mediación.
Prevalece la
tendencia de reducir y controlar los alcances de la justicia indígena,
reproduciendo una visión colonialista de los derechos que considera como
"peligroso" el que competencias de las autoridades indígenas puedan
ampliarse ante el temor que se justifiquen con ello violaciones a los derechos
humanos. Dicho temor revela las ideologías excluyentes del positivismo jurídico
que dominan en una buena parte de las elites políticas, compartidas por
académicos y juristas, que les impide reconocer en sus alcances la diferencia
cultural y plantear alternativas reales para su ejercicio en el ámbito de la
justicia.
En el fondo, lo que
domina son visiones esencialistas sobre las culturas indígenas que son vistas
como entidades inmutables en donde la tradición es sinónimo de arcaísmo y
violación de derechos humanos.
El tema de los
derechos humanos es justo uno de los referentes que marcan hoy en día las
discusiones en el espacio mismo de las sociedades indígenas y por tanto revelan
la necesidad de estas sociedades de adecuarse a las nuevas realidades y
exigencias jurídicas nacionales e internacionales.
En esto sin duda
los legisladores han sido bastante hábiles para reconocer derechos y abrir
espacios a la diferencia cultural, siempre cuidando que estos no trastoquen el
orden jurídico instituido.
Los contrastes
entre las experiencias de educación indígena oficializada y la educación que se
construye fuera del reconocimiento del Estado revelan los siguientes aspectos:
por un lado la tensión que hay entre modelos de reconocimiento generados desde
el Estado que no reconocen jurisdicción indígena más que de manera sumamente
limitada (similar a lo que acontecía en la época colonial); y por otra parte
experiencias de jurisdicciones autónomas, en los márgenes de la legalidad del
Estado.
En estos últimos
espacios se revela con más fuerza la capacidad innovadora de los pueblos para
atender la educación y resolverla activando sus propios marcos culturales, y
una normatividad interlegal que recupera referentes del derecho nacional e
internacional junto con el derecho propio.
En este sentido,
las reservas del Estado de no permitir la vigencia de jurisdicciones que
rebasan la legalidad instituida porque esto significa un supuesto atentado a su
soberanía quedan en entredicho en la práctica, ya que las experiencias de
educación indígena y comunitaria contribuyen más bien a construir paz social y
finalmente terminan construyendo Estado desde los márgenes.
Las experiencias de
educación comunitaria respetan un debido proceso que incluye investigación y
deliberación de las partes desde modelos culturales propios y tienden a
desarrollar procesos de educación que apelan a principios de dignidad y
respeto, incluyendo los derechos humanos.
Un gran reto parece
ser la compleja tarea de transformar las ideologías del positivismo jurídico de
juristas y funcionarios judiciales que difícilmente aceptan reconocer valor a
la diferencia cultural y a los derechos colectivos.
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